Ante la falta de gestión, la ciudad trabaja su descontento desde la marginalidad y la desnaturalización del espacio público. Así, crecen las barreras arquitectónicas.
Cuando se piensa en Buenos Aires, se imagina una ciudad admirada, deseada y atractiva. Aun en el imaginario de los propios es difícil alejarse de esa imagen.
Pero cuando se la recorre, se la camina, se la "usa", pareciera que todos los presupuestos teóricos sobre imagen, funcionamiento y organización están negados. O por lo menos alejados de lo que las técnicas de planificación contemporáneas describen como soluciones posibles a los problemas de las polis.
El Plan Urbano Ambiental de Buenos Aires, tantas veces discutido, repudiado y pobremente defendido, no puede a pesar de sus intentos darse a la luz. No ha podido constituir todavía ningún acuerdo sostenible , ni ha posibilitado un diálogo fértil con la sociedad porteña.
La ciudad, sin embargo, ajena a especulaciones políticas y administrativas, trabaja su descontento desde la marginalidad más empecinada, desde la perspectiva menos rigurosa y se asoma continuamente para sorprendernos con su insolencia, su antojo y su voracidad histórica. Lejano el Plan Urbano y su operación de implementación, aparece la ciudad enriquecida por episodios de invasión, deterioro y desnaturalización de los espacios privados, semi privados y públicos, fomentados por iniciativas múltiples, periféricas y frondosas que alimentan una ciudad fronteriza, inequitativa y perversa.
Mientras tanto, las veredas ya no permiten el paso público, repletas de usos no habilitados; las luminarias obsoletas se desprenden como frutos inertes, los semáforos no se distinguen, tapados por la arboleda abigarrada y desmesurada; las pasos peatonales están borrados, los sin casa se asientan frente al transporte de turistas que no pueden sustraerse al espectáculo gratuito de la pobreza y la degradación expuestas de una forma patética; las barreras arquitectónicas y urbanas se alimentan y crecen más allá de la norma que las restringe; el recorrido del transporte público y privado busca la congestión y el desborde; la mirada ausente de niños y ancianos se aterra en esquinas y sombras nuevas; la falta de señales seguras y entendibles nos confunde y nos distrae; los balcones dejan caer restos de todo tipo sin que las normas de seguridad e higiene puedan resolver medidas de atención.
Entonces, utópicamente engañados en la idea de que el Plan Urbano resolverá la cuestión urbana, su identidad y su destino, la urbe encara su vida con un énfasis despiadado que sólo se ocupa de tomar los espacios abandonados con cuasi normas y sin registro de oportunidad o de criterio de intervención.
Cómo es posible que el conflicto y la desidia gobiernen nuestra vida en la ciudad, dejando casi ninguna definición para la estrategia, la participación genuina y el respeto por la norma, que debe ser superada por una actitud urbana responsable y solidaria?
Entre los deseos de los grandes planes y la toma de la ciudad por acciones nada serias, está la gestión. Estamos olvidados, los vecinos, cuando se inhabilitan servicios de transporte, cuando los baños públicos se regodean con su condición deplorable, cuando las raíces de los árboles nos enredan, cuando las personas con regímenes especiales no pueden usar los teléfonos, los ascensores, los colectivos, cuando el cartonerismo mental nos ensucia una y otra vez, cuando la condición humana se pervierte sin siquiera tomar algún recaudo para decir "aquí estamos". ¿Cómo es posible que la gestión no repare en que hay pequeñas medidas poco onerosas que pueden preservarnos? El respeto por la norma, la urbanidad y la mirada atenta como modo de comunicarnos.
Alguna vez dijo el poeta: "No nos une el amor sino el espanto". Pareciera que ahora sólo nos unen la indiferencia y la insensatez.
DARDO BECERRA- Clarin Arquitectura,15-07-08